Fotografía y Pintura Digital

lunes, 9 de agosto de 2021

 

Perdonando al tiempo.

Por Humberto Miguel Jiménez

Sentado en las piernas del abuelo, oía sus relatos con su voz dulce, que se convertían en río caudaloso de sabiduría, o atronador como una tormenta, cuando me portaba mal o convertía su estudio en un campo de batalla, revolviéndolo todo.

            Mi abuelo, ese anciano hermoso, sabio, un tlamatini, como le decían sus amigos; enérgico con sus nietos y que caminaba por el jardín de su casa… como perdonando al tiempo que lo hacía trastabillar. Cuando lograba llegar al fondo del jardín, se detenía junto al enorme álamo para protegerse con sus largas ramas del aire frío de la tarde o del sol de medio día, le decía: “Ya vez, todavía estoy aquí; no me he cansado de mirarte crecer. Un día fuiste un enano como mi nieta; la ves, nos está mirando desde la ventana de mí recámara. Está junto a su madre y la abuela… las miras. Ahora tengo que volver, debo seguir trabajando en mi nuevo libro: “Por la ruta del cacao” La historia de Huitzilihuitl, el mercader mexica; enviado por el Emperador más allá del río Ulúa, por riquezas y plumas preciosas. Cuídate, nos vemos luego…

            Recuerdo cómo corría cuando llegaba a su casa para saludarlo y meterme como pudiera entre él y su computadora y sentarme en sus piernas, y desde ahí compartir el relato que en ese momento escribía.

            Un día me dijo: “Este relato se lo escribí y se lo regalé a tu madre el día de su graduación; me lo acabo de encontrar escondido en el fondo de la computadora, en medio de otros viejos relatos… Se llama: “La pirata”. ¿Lo alcanzas a leer?”

            “Abuelo, recuerdo que le dije: soy una niña que todavía no sabe leer, Apenas voy en tercero de jardín de niños”.

            “Y él, con su ternura y tranquilidad que lo caracterizaba y que se adquiere con el tiempo, me dijo: “La próxima vez te toca leerlo”

.           Sí abuelo, le respondí satisfecha.

            Y con esa voz ronca y fuerte de bajo que tenía, comenzó a contármelo.

            Al final de los relatos, descendía de sus piernas dejando el pantalón muy arrugado, cosa que él odiaba. Le daba con cariño un beso en su mejilla tersa. Él me acaricia la cabeza con ternura y me regalaba una sonrisa tierna, y me deja partir, en busca de mi propia vida. De la misma forma, dejó que mi madre y mi tío, encontrarán la suya…

            Un día llegué, y como siempre corrí a su estudio, ¡no estaba…! Y tampoco en su escondite preferido. La computadora… apagada. El corazón me dio una vuelta, en ese momento comprendí la frase de mi padre: “El abuelo ha muerto…”

Jiménez_humberto@prodigy.net.mx

2009